4 de enero de 2012

Teatro del absurdo.

No tengo ni idea de a qué temperatura se evapora el orgullo. No sé cuál es el punto justo en el que la soberbia se cristaliza en lágrimas que bailan sobre el vaho.
Aún cuando se me clavan las frases a medias y las imágenes borrosas desdibujan una figura de niebla hecha de diminutas gotitas de antes de ayer.

Frente al patio de butacas los silencios nos hacen culpables y los parpadeos, ganadores. Las muñecas seguirán soportando nuestra rabia hasta que las notas salidas de un piano nos salve de un por qué. Sabemos que nuestras rodillas solo se quebrarán cuando le ganen el pulso a esta pueril huida hacia adelante. La voz se olvidará del guión del silencio cuando nos atrone con que los recuerdos pueden más que los planes.

Tras el escenario todo sigue igual: negro, destartalado y absurdo. Muy absurdo.

Ambas partes sabemos que tras el telón solo queda el polvo de los reproches que nunca existieron y que en el humo que se nos cuela entre las pestañas de unos ojos que no quieren entrecerrarse sigue suspendida, una renuncia. Un armisticio que nos merecemos. Una entrega de armas que necesitamos.


No hay comentarios: