1 de febrero de 2014

Smash

Me tiemblas el pulso y no lo sabes.
Me quemas cuando me reptas la cintura
y me voy bajando cada centímetro que subes.

Te lloro y tú
vestida de verano
te dejas resbalar en mis batallas.

El mundo te escucha y no se alarma,
Las calles que te llevan no se encienden
A la gente no se le apresura el aire
cuando se te sonríe el cuerpo.

No lo entiendo.
No lo entiendo.

No, lo, entiendo.

29 de enero de 2014

Random



Me vas a quitar la vida.
Tienes un anzuelo en cada gesto y ya nunca para de sangrarme el paladar.
Eres el trópico.
La estática tormenta que llevo.
El íntimo cansancio de mis intentos.
Y para colmo tus ojos.

No.
Te puedo.
Sostener.
Más.

Ya tengo bastante con llevarme a rastras.

Mátame.
Por favor.
Pégame un tiro.
Desgárrame, clávame en el suelo, ábreme poro a poro y sácate.


Acaba conmigo

o por lo menos

empieza.

21 de octubre de 2013

Ábaco

Me gustaría contarte que me fue fácil. Que te sobreviví. Para contarlo.
Que no llegaron a punzarme los suspiros. Que no se me vaciaron todos los vasos y hundido todas las aguas de vidrio. Que te fuiste como si nunca hubieras estado aquí, donde ya casi no era París, entre paredes y sábanas, sonriendo y desbarantándome la cinta policial de mi espacio lunar. Como si nada.
Que no te encontré nunca por casualidad en los lomos de los libros y que nunca, nunca, jamás corrí entre renglones a buscarte la mirada en la descripción de algún escritor con la misma suerte y miseria que yo. Con la misma desgracia de haberse arañado en unos ojos y haber perdido el camino de vuelta a la casilla de salida.
Me gustaría contarte que nunca utilicé tus pestañas como contabilidad b de rebaño para no ver, si de una vez, volvía a anochecer.

Me gustaría contarte.
A pulgadas.
Una, dos, tres, cuatro...


14 de septiembre de 2013

Cesárea con tarjeta de embarque.

Tengo la manía de nacer sólo en 14.
Lo hice en noviembre del 92.
Y también aquel 14 de septiembre, veinte años después.



                    


El nudo crónico me desbordaba el estómago alcanzándome los lagrimales.
Con los pañuelos aún empapados de despedidas, con todas las dudas y sus miedos arañando las cremalleras de dos maletas, pero con ese paso acompasado e imperturbable de los suicidas sobre el mármol de la T4. Con ese código instintivo (sin lugar a dudas suicida también) que nos lleva a asomarnos al mundo por primera vez.


Me pilló desprevenida.
Como a todos, supongo.
Las expectativas no entienden de París.
A París nunca se le espera como al final resulta siendo.

Me llenó de precipicios las estanterías sin existencias.
Me empujó a todos y cada uno de ellos,
dejándome el aliento justo
para balbucear el guión de improvisaciones.
Y es que el Sena aprieta pero no ahoga.

Me vistió de primavera los inviernos
y escondió recortes de enero
en cada hache intercalada.

Suspendió la velocidad entre el humo de las colillas
que resistían el asalto de una penúltima calada,
que se desprendían de las tripas tras el aguijón.
Me cambió la Gare de Lyon por las afueras
para tomar la Bastilla de mis finales con oxígeno
y me firmó el epílogo de días que morían al amanecer.


Hoy, un año después.
Hoy, sigo cogiendo aire.
Hoy, que todos los latidos son los de después,

¿Después?

Después de París todo es un lánguido y torpe despertar.
La vida después de la vida.

Siempre ya, después.





A París, a pesar de su lluvia perpetua, de sus tenderos sórdidos y la de la grosería homérica de sus cocheros, había de recordarla siempre como la ciudad más hermosa del mundo, no porque en realidad lo fuera o no lo fuera, sino porque se quedó vinculada a la nostalgia de mis años más felices.


                                                          Gabriel García Márquez

22 de agosto de 2013

Mi enésima (pen)última vez.

No voy a culparte de la vacuidad de mis atardeceres.
Ni de los aranceles de tus corrientes sin aire caliente.

No voy a dejarte entrar cada tarde a las ocho menos diez.
Ni al agitado bucle de un reloj sin manecillas.
Ni a la inercia de una maquinaria sin aliento de pila y sentido.

No voy a asomarme más a estos renglones,
porque esta es la última vez que me recojo las rodillas
y que nos contradigo para que vuelvas a sonreírme desde abril.

La última, (te) lo juro, que congelo el oxígeno que nos faltó en aquella sala de fumadores.
Y el de todos los subsuelos que fuimos.

¿Te acuerdas?

Que nunca tuvimos demasiado sentido en la superficie.
Que el cuerpo nunca nos pidió respirar.

No voy a revibrarme en tus manos
y mucho menos a retorcerme en tu luz de pestañas.
En tu alud de entrañas.

Parpadeábamos y volvías a indolernos,
a volvernos agua de borrajas.
Descarte de baraja.

Pero qué más me daba que fueras a atracarme todas las carcajadas
a garganta de navaja
si sólo tú conseguiste desnudarme París.



Hasta mañana.

10 de agosto de 2013

Nunca escribas sobre un lugar hasta que estés lejos de él


También he visto de verdad París. Aunque haga años que ya no vivo en esa ciudad, tengo siempre la sensación de continuar estando allí.

A casi dos meses de haberla abandonado, sigo echando de menos París. Y supongo que a prescindir de ella uno no se acostumbra nunca. A París siempre se la echa de menos entre otras cosas porque siempre esta ahí.

Mucho me temo que Hemingway llevaba razón cuando decía que después de vivir en París de joven, te acompaña vayas donde vayas, (atención) todo el resto de tu vida.

Es especialmente difícil echar de menos cuando ya no sabes si ocurrió de verdad o fue todo un sueño. Si soñaste tanto como parece o apenas tenías tiempo mientras se te desgarraban las suelas de los zapatos. O si es que ya el tiempo ha cubierto de niebla los recuerdos o tan solo se trata de un efecto estético.


Piensen cuáles pueden ser las razones básicas para la desesperación. [...] Les propongo las mías: la volubilidad del amor, la fragilidad de nuestro cuerpo, la abrumadora mezquindad que domina la vida social, la trágica soledad en la que en el fondo vivimos todos, los reveses de la amistad, la monotonía e insensibilidad que trae aparejada la costumbre de vivir.

Al otro lado de la balanza, encontramos París. 


Es aún más difícil tener que aparentar normalidad. Hacer como que no ha pasado nada. Hacer como que París es inocua y no cambia. Cuando casi te ha cambiado el grupo sanguíneo.
Hacer como si nunca se me hubiera encogido el estómago de ficción palpable. Como si no hubiese podido subir otras 348 millones de veces la rue Soufflot sin que fuese suficiente. Como si no me hubiera sobrado el paraguas todas las tardes de lluvia. Como si el 42 del Boulevard du Temple no me hubiera desordenado todas las costuras. Como si no hubiera podido morir de vieja viendo la vida pasar en cualquiera de las sillas verdes de los Jardines de Luxemburgo. De las reclinadas, eso sí. Como si mi arteria aorta no se hubiese convertido en el boulevard Saint Germain.
Como si yo tampoco me hubiera exiliado al Quarter Latin.



Me gusta mucho en esta ciudad pasar por un sitio que no he visto hace tiempo. Pero también lo contrario: pasar por uno por el que acabo de pasar. Me gusta tanto lo que hay en París que la ciudad no se me acaba nunca.


Como si no me hubiera perdido casi todas las veces que salía a encontrar algo y me hubiera importado un pimiento. Como si la mejor suerte de París no fuese perderse y dejar que te llevara ella con manos y ojos vendados. Como si la mejor suerte del siglo XXI no fuera precisamente lograr perderse.
Como si no hubiese sido maravilloso haber vivido en una ciudad en la que no hace falta poner ningún mandado como excusa para salir a pasear. Una ciudad en la que si no te ha asaltado alguna cursilada el cerebro en cualquiera de sus calles es que probablemente no tengas ni siquiera agua sucia en las venas. O que seas belga.


Llegar a todo aquel nuevo mundo de literatura, con tiempo para leer en una ciudad como París, era como si a uno le regalaran un gran tesoro.


Como si no me hubiese desparasitado de números tras dos años de carrera y hubiese vuelto a escribir tomándome el pulso en las sienes del estómago.  Como si no me hubiera chutado sin moderación alguna todo el encanto que guardan las calles a las espaldas de Notre Dame. Como si no se hubiese convertido en mi kilómetro cero. Como si por muy imposible que fuera o pareciese solo tenías que confiar en su infinita magia para que sucediera. Como si soñar no hubiese dejado de ser de una estupidez.



La nostalgia de un lugar sólo enriquece mientras se conserva como nostalgia, pero su recuperación significa la muerte.


Como si el oro no se hubiera despojado de su chabacanería en la cúpula de Invalides y el pont de Alexandre III. Como si todos los problemas no hubieran desaparecido en el primer bocado a un pain au chocolat y no hubiese tenido que reprimir los gemidos con los macarons de vainilla. Como si cualquier comentario que pudieras hacer en un atardecer, no era desmerecerlo y lo único que a lo que podías limitarte no fuera a suspirar.
Imaginaos cómo es si los modales de los parisinos al final termina siendo lo de menos. Y porque como son en francés joden un poquito menos. Sí, eso también.



Aprendió a pensar pero no supo ya volar, porque había perdido el amor al vuelo y no hacía más que recordar los tiempos en los que volaba sin esfuerzo.


"Es que he vivido en París" como excusa para que nada te parezca lo suficientemente especial. Como legitimidad para confirmarle a todos los que osen preguntarte que París es, efectivamente, todo lo que le han contado. Y más. Mucho más. Tanto, que es infinita.

Me voy a fingir que nada de esto ocurrió. Me voy a hacer como que no se me cae el alma a los pies cuando al mirar al último piso de los edificios no encuentro buhardillas.
Que John Ashbery exageraba cuando decía que después de vivir en París, uno queda incapacitado para vivir en cualquier lugar, incluído París.
Que he dejado ya de echar de menos. Y a París, también.

Pero como resulta que todo se acaba, todo menos París, no tardaré en volver.

Aquí, por supuesto. A quejarme de lo mucho que París te acompaña vayas donde vayas (atención) todo el resto de tu vida.





París no volvería nunca a ser igual, aunque seguía siendo París, y uno cambiaba a medida que cambiaba la ciudad. (…)
París no se acaba nunca, y el recuerdo de cada persona que ha vivido allí es distinto del recuerdo de cualquier otra. Siempre hemos vuelto, estuviéramos donde estuviéramos, y sin importarnos lo trabajoso o lo fácil que fuera llegar allí. París siempre valía la pena, y uno recibía siempre algo a cambio de lo que allí dejaba. 

6 de julio de 2013

Marguerite Duras


Yo la recordaré siempre como una mujer violentamente libre y audaz, que encarnaba en ella misma y a tumba abierta –con su inteligente uso, por ejemplo, del libertinaje verbal, que consistía en su caso en sentarse en un sillón de su casa y, con verdadera fiereza, despacharse a gusto-todas las monstruosas contradicciones que vive el ser humano, todas esas dudas, la fragilidad y desamparo, individualidad feroz y busca del desconsuelo compartido, en fin, toda esa gran angustia que somos capaces de desplegar ante la realidad del mundo, esa desolación de la que están hechos los escritores menos ejemplares, los menos académicos y edificantes, los que no están pendientes de dar una correcta y buena imagen de sí mismos, los únicos de los que no aprendemos nada, pero también los únicos que tienen el verdadero coraje de exponerse literalmente en sus escritos –donde se despachan a gusto- y a los que admiro profundamente porque sólo ellos juegan a fondo y me parecen escritores de verdad. 


Enrique Villa-Matas en París no se acaba nunca

29 de junio de 2013

Tu me manques. Manque vuelva.


La echo de menos buscando el equilibrio en la cuerda floja entre lo compre(n)sible y lo enfermizo.



Aprendí a quererla poco a poco. Con el escepticismo de los primeros días en una mano y mi anillo de casada con Barcelona en la otra. Pero el desgaste de sus adoquines en mis suelas y su filtro de postal hizo lo evitable. Me rendí de rodillas a ese “no se qué” que la hace irresistible. Ni más y menos que ciudad más bonita del mundo. A esa mezcla de dulzura, belleza natural, ligereza en las esquinas, curvas rectilíneas, viento de vainilla, perfume de pâtisserie, señora con venas de historia, sangre de cultura y lunares de marca.
Al insano ritmo de sus tripas de líneas de metro, de rosas colas de ratas, y miradas vacías de sus mendigos.


Creí que no había más perfección que un atardecer en el Pont de la Tournelle, hasta que un día lo probé rehogado con un acordeón. El Sena y la cadencia de sus olas artificiales se convirtieron en mi sístole y diástole. Nunca conseguí decantarme si de día o noche. He enjuaguado heridas y enjuguado flechas en su lluvia. He procrastinado  por encima de mis posibilidades para nadar en su ternura de niña con calcetines de volantes. Los domingos no pesaban en Le Marais y el despertador escocía menos los martes si pasabas en el lunes en Montmartre.

                     

Dudé de la fe de mi ateísmo cada vez que mis pies miraron sin parpadear las vidrieras de Notre Dame y de la Saint-Chapelle. Sangré versos que luego olvidé en las arterias del Boulevard Saint-Germain. Se me han encajonado suspiros en los callejones del Barrio Latino y nunca evité arrugarme el cogote calibrando al gigante de la torre Montparnasse. Automaticé la sonrisa en el “Regarde le ciel” en el cruce entre la acera de la Bibliothèque Sainte-Geneviève  y la de La Sorbonne-Panthéon París  I. Sin olvidar dedicarle un guiño a la placa dedicada a Erasmo de Rotterdam.  Me regaló un final feliz cuando ya no era posible. Inventé paseos entre sus dedos en las mañanas de Saint-Germain. Me respondí frente al espejo de los reglones de Sampedro, Gala, Muñoz Molina o Vargas Llosa en los jardines de Luxemburgo orientada hacia la meca de la cúpula del Panthéon.

Los disparos sordos de las veces  que encontré su nombre de hache intercalada recorrieron a la velocidad de la luz del faro de la torre Eiffel por mi sistema circulatorio. He visto a los transeúntes esconderse una sonrisa bajo la nariz con el finiquito a acuarela de las tardes de París. He aprendido todo lo que puede decirse con una sonrisa y gritarse con las manos. Me emocioné delante de las velas de mis veinte y volví a creer en el amor en la pedida de matrimonio en el Pont des Arts.

Le perdí el miedo a las patas de gallo en el surrealismo de las inagotables anécdotas. Los días se desgranaban con el mismo esqueleto y la piel mudada.  No hubo dos iguales. Ninguna noche se pareció ni siquiera al tamaño de la letra con la que se plantearon. Nadie puso en entredicho la salud de nuestros hígados, caderas o poca vergüenza. Guiñamos descaro con la lengua y la juventud fuera cuando el sol se acurrucaba. Ahogábamos el pudor en cerveza Leffe y rosado antes de que la carroza se convirtiera en calabaza y tuviéramos que pagar entrada. A mediodía recomponíamos el puzzle de recuerdos pantanosos. Maquilladas quedaban para entonces ojeras y fatiga por estar terminantemente prohibidas en el acuerdo de estudios.

El vaho de su sonrisa se coló entre mis cremalleras una noche de diciembre pasada la medianoche en el boulevard du Temple. Se me enquistó en la boca del estómago con metástasis de campo de minas. No sé qué dirán las películas de enamorarse en París, pero es el vicio más peligroso y maravilloso del mundo.

He extendido la mano creyendo palpar una pantalla viendo amanecer en el arco del Triunfo y apagar el día en las escaleras del Sacré Coeur. He descubierto que la fuente de la eterna infancia está en Disney y en vez de amigas he tenido hermanas. He vivido años a ritmo de milisegundo en nueve meses.

Me he calzado los zapatos de Chanel número 59 de l’avenue Montaigne, George V y Champs Élysées. He despreciado el nazismo vivo de Abercrombie y les he sonreído sonrojada a sus porteros. Se me erizó el vello la primera que vi la Torre Eiffel desde Trocadero y he renegado de su chabacanería de hierro meses después. He echado de menos hasta dolerme y sentido hasta perder el conocimiento. He descubierto que, como en las personas, lo mejor de la Ópera está en el interior.

He sido protagonista de una comedia en cada carcajada, y de una de ciencia ficción la mayoría del tiempo. Hemos colado partes de musical en el metro de camino a la discotecas y cada jueves que pusieron “Aux Champs Élysées”. Ha habido escenas y frases de los guiones más azucarados del cine, hemos sido protagonistas de Sexo en Nueva York y nada tuvimos que envidiar a James Bond en las persecuciones en el metro, la vez que probamos la efectividad del cuerpo policial francés y cuando aprendí que al aceite caliente le sienta el agua igual que a un gato. Septiembre fue calcado al corto de Tulleries de "Paris, je t’aime" . Y las despedidas, la más dramática sacudida de la realidad.

                                               

No sé quién es el director de este largometraje. Pero debe quererme mucho.

10 de junio de 2013

Hoy, lunes 10


Hoy, como aquel lunes 10, he vuelto a llegar tarde. 
He vuelto a sonreír como una idiota en el metro como si volviera a recibir tu mensaje pidiéndome que te avisara en la parada anterior para venir a recogerme. He vuelto a cerrar los ojos para respirar hondo, a arreglarme el pelo, ajustarme el bolso y el cinturón del abrigo antes de montarme en las escaleras que llevaban al resto a la superficie del boulevard Jourdan; y a mí, al San Pedro de tu sonrisa.  
Sin embargo, hoy me tocaba a mí recogerte. Y allí estaban. 
Tu camisa a cuadros abotonada hasta el cuello, tu cazadora mostaza, tus Vans y tu gorro de lana. 
Hoy también has hecho como que no me has visto y también sólo te has atrevido a darme dos besos. Has vuelto a decirme: "Tssss… Spanish time…" y has sonreído restándole importancia. He vuelto a hablar inglés en susurros y a plantar la mirada en el suelo mientras te escuchaba. Hemos vuelto a mantener la distancia justa para no rozarnos y a ignorar si las mangas de nuestros abrigos se hacían las encontradizas. He simulado que todo era nuevo, que no encajábamos nuestras suelas en las huellas de aquella tarde de diciembre. Y no, hoy tampoco se me ha escapado lo pequeña que es tu nariz de lado.
Hemos cruzado otra vez la puerta de la 216 por primera vez, y… sí, hoy también te he preguntado cómo has podido traerte tantos libros estando solo cuatro meses. Tu libro sobre la guerra de los Cien Años con las tapas desnudas y tu “Napoleon” de Max Gallo no han querido faltar.
Poco antes de la 8, sin saltarte una coma del guión, te has ido a clase. Con lo puesto. Has decidido otra vez dejarme tu Mac con esparadrapo para que escuchara música. O te cotilleara Facebook. No te vas sin apuntar que me dejas el tuyo abierto.

Pero tras las dos horas de ausencia lectiva reglamentadas no he recibido la punzada de tu mensaje con “J’arrive”, no has abierto la puerta con la mejor de tus sonrisas y me has descubierto hablando con mis padres, tampoco has simulado ordenar tus apuntes para ganar tiempo, no has salido de la habitación y has vuelto a encontrarme enzarzada en el parte diario parental, ni has vuelto a susurrarme mientras cerrabas la puerta, con esa sonrisa anestesiante tuya: “Still?




                                                        Still.