23 de febrero de 2010

Existe, afortunadamente, existe; y es gratis!

Perdonar, no creo que haya cosa más difícil.

Siempre he creido que era una tontería más de la Iglesia. No me cabía en la cabeza que alguien pudiera perdonar sin conservar resquicios de rencor. Para mí ese verbo auxiliar de las eucaristías no era más que un proceso burocrático, transitorio, hipócrita.

El problema era que no conocía el verdadero perdón. Ese capaz de arriesgarse al rechazo, eficaz y, muy, pero que muy aconsejable.

Dar el primer paso, sentirte al borde de un precipicio, calculando la caida y las heridas que vendrían tras el descenso.
El aire frío y cortante entrando a puñaladas en tu pecho empujandote al abismo... en intervalos de tiempo eternos. La fuerza del abrazo que rescata de las garras del absurdo odio, ese bálsamo reparador de insultos, y malestar, de estupidez humana.

Nunca creí que un abrazo pudiera devolverte la vida, hacerte llorar de alegría y rápidamente dibujar una sonrisa.

Estrechar la amistad entre los brazos, retenerla, saborearla y disfrutarla después de tanto tiempo. Abrazar con la fuerza del cambio.

Sentir como tu cerebro comienza a borrar capítulos innecesarios de tu vida para reescribir tu propia historia.
Un abrazo grabado a cámara lenta, añorado y anhelado, pero nunca así imaginado.


Como en una noche desapacible, desperté de la pesadilla.
Había superado una de los mayores defectos de fábrica del hombre: el orgullo.

Comencé a creer en las palabras de Rousseau, volví a creer en la bondad natal del hombre, acaricié la felicidad.


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