16 de enero de 2013

Flecha de caducidad.




Dime que eso que oigo son tus pies en la moqueta. Dime que has venido para decirme que enero se ha detenido, que la nieve ha congelado las manecillas y que el segundero ha dejado de latir. Dime, por favor, que hemos dejado de luchar contra el tiempo.

¿Cómo vas a irte ya si apenas acabamos de aprender a conjugar sentimientos en inglés?
¿Cómo vas a marcharte ahora que ninguno de los dos podemos soportarnos la mirada?


No puedo imaginarte sin París. No puedo imaginarme París, sin ti.
No quiero ni una sola de sus luces si no proviene de las dos mil trescientas maneras que tienes de hacerme sentir.
No voy a poder cerrar los ojos cuando vuelva a afanarme en una lucha con otros labios porque esperaré despertarme de reojo y que duermas entre los míos.
No voy a querer jugar al tetris con otros brazos que no estén coronados por tu reloj de enorme esfera ni por otro pecho que intente contenerse la respiración.

Solo me queda vacío, cenizas y aire frío tras el cierre de las cremalleras de tu maleta.
Vuelve a abrazarme en silencio, cuéntame al oído otro capítulo de la Historia que ignore para tener pretexto con el que escucharte latir mientras leo a tientas las arrugas de tu camisa.
El calor de tu sonrisa se derramará por mi coronilla, alzaré la mirada para disipar la diferencia de altura y dibujaré bajo la nariz, con un torpe trazo a lápiz, el reflejo de la tuya.
Dejarás un espacio para dudas sobre lo explicado.
¿Cuándo será la última vez?
Tantearé los límites troquelados de tus dedos de puzzle para encajar los trozos húmedos que quedan de mis piezas. Tu silencio intentará de nuevo estallarme los tímpanos y si la improvisación no nos pilla desnudos, tras tu raya de diálogo, encontraré un beso en la frente.

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